jueves, 1 de julio de 2010

Helado

Estaba muriéndome de frío. Quería abrazarla y llovía. La dirección de su mirada cambió de rumbo, de mis ojos al frente de la acera. Estábamos caminando tranquilamente por Miraflores, conversando sobre quién sabe qué tontería agradable. Entonces cruzó la pista sin avisarme. Yo la seguí hasta una tienda. Parecía una niña pequeña, bueno, en realidad, prácticamente lo era. "Señora, deme por favor uno de estos helados".
-¿Estás loca? -le dije extrañadísimo. ¿Con este clima?
-Clarooo, ¿acaso nunca has comido un helado mientras llueve? Así es más rico.
Era linda, aún sin tanto aderezo. Estaba loca, graciosamente loca, y eso me encantaba. Aquella noche habíamos tenido (lo que me gusta recordar como) nuestra primera y quizá última cita: un tranquilísimo paseo por el parque Kennedy, que personalmente creo que fue una de las mejores salidas que he tenido en mi vida por el nivel de inocencia que manteníamos ambos y que nos enganchaba a una relación sin malicia ni codicia.
Una vez que la quise, pensé que lo mejor sería decirle lo que sentía sin esperar algún ósculo a cambio, solo su amistad, sin embargo, el día en que planifiqué hacerlo (con un montón de cursilerías preparadas para la ocasión) la vi besando a otro y, más allá de mis intenciones, más allá de que ya había entendido un par de meses atrás que esa chica no era -ni sería- para mí, mi corazón se partió en mil pedazos, pues lamentablemente uno siempre espera darle un golpe a la polla y que la mujer que nos gusta nos termine diciendo "yo también siento lo mismo por ti". Tonterías.
Mi buen amigo Martín, que lo sabía todo y lo había visto todo, intentó parar la hemorragia asegurándome que en realidad no era lo que yo pensaba, que lo que contemplé -y él contempló- fue una especie de espejismo. Ilusión o no, la herida terminó llevándome hasta las puertas de la casa de mi adorada Rosita y hasta la noche de aquél día -y muchos otros después de ese- nada pudo sacármela de la cabeza.
Decidí obligarla a prescindir de mi amistad como si ella hubiera tenido la culpa, pero no pude mantenerla lejos. Una vez me enteré que se iba a ir de viaje y que pasaría un buen tiempo sin saber nada de ella la llamé por teléfono. "Ahora no te puedo atender". Choteado una vez más, por idiota. Una hora más tarde volví a oír su voz vía auricular:
-¿Está Diego?
-Sí, él habla.
-Hola, solo quería despedirme. No puedo hablarte mucho rato porque te estoy llamando desde el aeropuerto. Cuando pueda te escribo un correo, ¿ok?
-Claro, no te preocupes. Disfruta tus vacaciones.
-Muchas gracias. Nos vemos a mi regreso.
-...
-Chau, ti voglio molto.
-Chau.
Fue el acabose. La adoré furtivamente hasta que alguien más ocupó su lugar en mi pecho. Se convirtió en una de mis mejores amigas, en mi hermana menor, en parte de mi esperanza, en una de las pocas personas que podían sacarme la pena con solo oírla decir "hola", hasta que un día -porque siempre llega el día en los cuentos- me cogió de improviso lamentando mi frustración de no poder decirle te quiero a quien yo quería. De pronto, me detuvo en medio de todos, porque estábamos en lugar sumamente transitado, y de nadie, porque el universo entero alrededor desapareció cuando vi un brillo particular en su mirada.
-Sabes. Yo nunca voy a estar contigo.
-...
-Yo nunca voy a estar contigo porque tú nunca te me vas a mandar.
Y se fue corriendo, Dios sabrá creyendo qué. Y yo la vi partir sin saber qué hacer, pensando en lo mucho que me gustaba el olor de su cabello, la forma como solía hablarme y, sobre todo, en la fabulosa sensación que siempre me quedaba tras darle un abrazo.
Nunca más volvimos a tocar el tema. Un día como aquél simplemente desapareció de mi vida y hoy, como hace más de nueve años en Miraflores, alguien se le acercó a una vendedora mientras aguantaba las gotas de lluvia sobre su espalda y le dijo: "Señora, deme por favor uno de estos helados", solo que no por querer saborearlo, sino por infinita nostalgia.

Me gustas tú - Manu Chao

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